Julia no talaba árboles: los despedía con ceremonia. Vestida con un abrigo largo que flotaba con el viento y botas salpicadas de savia antigua, trepó al roble como si ascendiera al escenario de una ópera vegetal. Desde una plataforma colgante, activó su sierra eléctrica, cuyas hojas giraban con un zumbido que parecía un canto ritual. En lugar de atacar el tronco, lo acarició con cortes curvos, suaves, como quien talla una escultura secreta en pleno bosque. El árbol, viejo y sabio, crujió no de dolor, sino como quien recuerda algo hermoso antes de dejarlo ir. Cayó despacio, en silencio, envuelto en hojas que danzaban como confeti natural. Julia, sin decir palabra, recogió una rama pequeña como trofeo, y se perdió entre los árboles, tan sigilosa como el viento.